Dersú Uzalá (el cazador) de Akira Kurosawa
Si hubiésemos de evocar una película de aventuras que comenzase con la búsqueda de una tumba probablemente pensásemos en
En busca del arca perdida y, casi con toda seguridad, nos parecería inevitable que el autor utilizase el mismo ritmo vertiginoso de Spielberg, pero
Derzú Uzalá es una historia que se mueve al compás, violento o sosegado, de las fuerzas de la naturaleza, acaso las verdaderas protagonistas del film.
Derzú Uzalá es un extenso flash-back en el que el capitán Arseniev nos narra su contacto con un cazador de la taiga, Dersú. Es una película, pues, sobre la amistad entendida según la definición homérica –fordiana avant la lettre-
de que “la amistad son dos que marchan juntos”; una amistad entre dos seres de mundos distintos (el militar urbano y el cazador de la taiga), de culturas distintas (la científica y la animista); una amistad cimentada en la lucha por la vida (la ciudad donde Derzú va tras perder parte de su vista y no se adapta y en el bosque que Arseniev debe cartografiar) ante los elementos de la naturaleza y que perdurará más allá de la muerte delante de una tumba que ya nadie reconoce como tal.
Derzú Uzalá es una película sobre la sabiduría, sobre la sabiduría de un hombre en contacto directo con la naturaleza, un ser que considera “gente” a toda la realidad viva o inerte (un palo, una roca, un tejón, un tigre…), que es capaz de interpretar (sin la elemental sagacidad de Guillermo de Baskerville) las pisadas de un joven o de un anciano, de comprender las necesidades de los ausentes, de sentir entrañablemente la desesperación del desamor ajeno (la historia del anciano chino). Una sabiduría, la de Derzú, que dificulta, por el contrario, su adaptación a la ciudad, un incomprensible mundo en el que el agua o la leña son objetos de compraventa, pero que no le impide, en modo alguno, entenderse con el hijo de su amigo porque lo, esencialmente, humano es universal.
Kurosawa es capaz de fundir la contemplación sosegada de la naturaleza y la acción de la aventura cuando nos habla de las fuerzas telúricas. El aire: el fascinante atardecer en el desierto helado, lento, palpitante, se ve acompañado por la urgencia de construir un refugio para sobrevivir al frío y al viento nocturno. El ingenio y la fortaleza del héroe le llevarán a levantar una cabaña, utilizando las hierbas esteparias y el trípode del capitán. El fuego: el director nos regala una maravillosa escena en la que el cazador –casi como el Nathan Brittles de
La legión invencible- recuerda ante la hoguera a su esposa muerta. Las luces, las sombras, los tonos del colorido se funden para mostrar, tímidamente, todos los sentimientos del alma del protagonista. El agua: en forma de hielo o de ríos caudalosos, es siempre una fuerza descontrolada, la belleza de los paisajes vuelve a unirse, de nuevo, con la aventura –en el sentido más puro- en la escena en que Derzú cae al agua e, incluso en la angustia ante la muerte, es capaz de mostrar a los soldados como utilizar un árbol para salvarlo. La tierra:
Derzú Uzalá tiene la fisicidad de las mejores películas del oeste, el barro, la tierra húmeda, el follaje del otoño, la exuberancia de la primavera y el verano, la tierra con sus metamorfosis en definitiva, acompañan a los personaje a lo largo de la película.
Alfred Hichcock, en sus célebres conversaciones con Truffaut
, sostenía que el cine era un arte de mirones, que todos deseábamos ver desnuda a una vecina hermosa pero que las convenciones sociales nos lo impedían. El cine nos permitiría, sin represión alguna, realizar este deseo. No soy quien para quitarle la razón al genio, pero el séptimo arte, a veces, nos permite miradas menos urgentes, más sosegadas; nos permite contemplación. Esta obra de Kurosawa es un tránsito por lo contemplativo, la extraordinaria fotografía de la taiga, de los atardeceres, de las luces de las hogueras; el ritmo lento sólo acelerado por los deseos, caprichosos, de una naturaleza desatada, que permite a dos ancianos conversar, en silencio para nosotros, sobre soledades infinitas y desamores para siempre, nos acercan a un mundo sentido a la velocidad de lo humano, de un homínido parte de una naturaleza no exenta de peligros, en la que realiza un tránsito vital armónico y sensible a lo que pasa a todas las gentes, sean estas, rocas, palos, tejones, ancianos o incluso el terrible “amba”.
Derzú Uzalá es una de estas películas que uno ve y, al final, como no puede abrazar a su autor, se atreve a musitar: gracias. Gracias sr. Kurosawa, gracias al cine y a Dios o al azar por permitirlo.
Salvador Castro Otero
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